Uranga y Ayesa, la esquina de lo empírico y lo académico

13.03.2011 01:01

Sospecho que todavía no sabíamos qué quería decir empírico en tiempos que empezamos a aprender de Helmer Uranga y otros Grandes de cuando éramos chicos, como Raúl Ramírez, Sportman (Horacio Gaudini) o Pivot (Letfala Abraham). Con afecto y agradecimiento, quiero adherirme al homenaje de José Luis Ponsico al Negro Uranga, tan querido y respetado por todos los que lo conocimos. En mi caso desde cuando lo escuchaba por LU6 comentando junto a Ramírez y más tarde –lejano 1964- cuando yo mismo hacía las “conexiones” volando en moto en los entretiempos desde la cancha de Once Unidos hasta el Estadio San Martín para contar los partidos o hasta el teléfono más cercano para transmitirle los goles a Osvaldo Martínez.  Al terminar la jornada, como decíamos, solía llegar al Estadio  San Martín un poco más tarde que Secuelo (joven, rubio y atlético), que pedaleaba desde Alvarado, y antes que Tolosa, el más veterano, que venía en su bici desde la cancha de River. Sólo Calvito tenía el privilegio del único móvil. Admirábamos y queríamos a Uranga.

Pido la palabra no solamente para ratificar lo que tan bien dijeron José Luis en El Atlántico y Raúl (otro maestro, uno de los mejores relatores argentinos de todos los tiempos, y no exagero) en La Capital. Quiero sumarle al homenaje de Ponsico a lo empírico mi defensa de lo académico.

Lo empírico y lo académico, en el periodismo marplatense, se encuentran en una esquina real de Laguna de los Padres de cuya existencia supe hace muy poco: la calle Helmer Uranga y el Camino Félix de Ayesa, extraña coincidencia –si lo es- de las ordenanzas municipales.

 Uranga, hoy nombre de calle, dueño de una cultura general tan sólida como sus conocimientos de fútbol, fue un  empírico como periodista porque en sus tiempos no había otra forma de serlo. Don Félix de Ayesa, fue un activista social, como se diría hoy,  luchador entre muchas otras cosas por lograr que los nuevos periodistas de hace medio siglo tuvieran una formación académica, supieran qué es el proceso de la comunicación, abrieran sus mentes, unieran la técnica profesional al conocimiento humanístico. Don Félix, un vasco fenomenal, se proponía y lograba guiarnos en la primera Escuela de Periodismo de Mar del Plata de la misma forma que Helmer lo hacía entre quienes ya nos habíamos iniciado y tuvimos el privilegio de compartir algún espacio cerca suyo. Esa esquina curiosa en la que dos admirados y queridos maestros se juntan le dio forma a ese periodismo marplatense que Ponsico añora con razón.

Bajo el farol de la esquina está parado Mario Trucco, no sólo el mejor periodista nacido en estos pagos sino también el que mejor sintetiza lo que en aquella época eran dos corrientes distintas, la de los que decían que con la redacción alcanzaba y los que creíamos en el aula y la experiencia unidas.  Mario era maestro normal, faltaban años para que lo convocara Fioravanti, y ya aplicaba en aquella escuelita dirigida por Roberto Del Valle sus conocimientos pedagógicos para transmitir el periodismo aprendido en aulas, calle, canchas y redacciones, leyendo a Borocotó, escuchando a Fioravanti. Como suele ocurrir más que a menudo, Mario es en la vida lo que fue en la Normal, en el barrio, jugando al fútbol, en el diario o en la radio, buena gente como base irrenunciable para ser bueno en la profesión, y ahí está hoy acompañando como ninguno al Cholo Ciano como lo hizo guiando a los que nos iniciábamos apenas un poco después que él, en los años 60.

En esa década pasamos del aula a las redacciones con Roberto Colombo, Humberto Gaeta, Marín Vega, Eduardo Cao, Agustín Arias, Tito Brovelli y otros de rápido tránsito por la escuelita como Yiyo Arangio (notable relator) y Julio César Petrarca (nadie escribe como él). Nos fuimos mezclando con próceres como Roberto Propato y Amadeo Courel, escritores de la talla de Enrique David Borthiry, Juan Carlos Fernández Díaz o José Eduardo Seri, el luego cineasta Mario David y colegas tan valiosos como Miguel y Jorge Alfieri, Horacio Tarifeño, Antonio Freije, Oscar Gastiarena, Sabino Maljasián, Jorge Marcángeli, Juan Mario Duhalde, Jorge Palumbo y Rodolfo Hidalgo, entre otros que nos precedieron, guiaron y acompañaron. O que asomaban desde otras fuentes, como Pedrito Leguizamón, José Bartha, Hugo Alfonso, el Negro Molina, Juan José Moro y Adalberto Vecchiarelli.

Mar del Plata ya era otra en los 70 que añora Ponsico. Ya no alcanzaba con la escuelita, habíamos leído a Dorfman y Mac Luhan, sabíamos que un mal médico mata de a uno, un mal ingeniero de a cientos y un mal periodista puede pudrir a una sociedad entera. Con empíricos generosos como Jorge Alfieri, Antonio Freije y Juan Carlos Fernández Díaz, a la escuelita convertida en Instituto Superior de Ciencias de la Comunicación le sumamos a nuestras mayores o menores experiencias un profesorado de excelencia entre los que estaban Roberto Sanmartino, Enrique Pecoraro, Marcos Verde, José María Verde y Carlos Tabia.

Eran los 70. El plantel fue diezmado con asesinatos, desapariciones y exilios. La carrera que entregamos con alumnado incluido a la Universidad de Mar del Plata fue desactivada.  El sueño de Don Félix al que habíamos adherido, la convicción de que el periodismo –la comunicación- debe ser una carrera universitaria fueron destruidos en Mar del Plata por la misma maquinaria que asesinó a Roberto Sanmartino y desapareció a Enrique Pecoraro. 

En la esquina de Helmer Uranga y Félix de Ayesa está hoy la barra de Juan Carlos Morales, otra vez los amantes del deporte tomando lo mejor de los empíricos para transferir lo aprendido a nuevas generaciones, supliendo a un Estado ausente por aquí en la búsqueda de la excelencia periodística. El mismo esfuerzo de hace medio siglo.

(Publicado en EL ATLANTICO de Mar del Plata, marzo 2011)