Versión original en castellano de la nota publicada el 12-8-14 por la revista Contigo, de Brasil:
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“Acercate a Abuelas”,
decía Javier Mascherano. “Hace 10
mundiales que te estamos buscando”, completaba Messi. En la Argentina,
donde el fútbol se transmite gratuitamente por la televisión pública, el spot
se pasó hasta la saturación durante el Mundial de Fútbol y fue un disparador
para que muchos jóvenes escribieran a las Abuelas de Plaza de Mayo para disipar
dudas sobre su identidad. Uno de ellos es el protagonista de la conmovedora
historia que hizo llorar de alegría a un país.
De lo más profundo de las tinieblas a esta luz pasaron 9
mundiales. El 26 de junio de 1978, un día después que Argentina lograra su primera
Copa, nació en cautiverio el hijo de Laura Carlotto y Walmir Montoya, dos
militantes montoneros secuestrados y asesinados por el Ejército. Los militares
se apoderaron del niño –al igual que de otros 500- y se ocuparon de enviarlo lejos de sus
familias, donde nadie lo pudiera identificar. Era un plan premeditado, una
“limpieza ideológica” para alejar a los niños de la influencia de quienes habían
“engendrado subversivos”. En este caso, no se sabe aún por qué extraños
designios, el plan se trastocó y el bebé fue a caer a manos de unos humildes y
honestos peones de campo del centro de la Provincia de Buenos Aires que lo
inscribieron como hijo propio con el nombre de Ignacio Hurbán.
Se sospecha que el niño fue entregado por los militares a un
hacendado ultracatólico de su entorno, dueño de un campo en Olavarría, a 500
kilómetros de la capital. Los padres adoptivos de Ignacio trabajaban en esa
fazenda.
Entre aquella tiniebla y esta luz pasaron muchas cosas, una
de las más importantes para la humanidad y para las Abuelas fue la publicación
de la secuencia casi completa del genoma humano, en el año 2001. Por entonces, las
Abuelas ya habían recuperado 70 nietos, peleando serena y trabajosamente,
buscando sin cesar, cotejando fotos, datos, informaciones. En 1984 se había
fundado el Equipo Argentino de Antropología Forense, gracias al científico
texano Clyde Worth (1928-2014), el mismo que identificó los esqueletos de
Tutankamón y Josef Mengele.
Desde la década del 80 se conocía mucho del ADN pero recién
se estaban inventando nuevas técnicas para analizar muestras muy pequeñas. Genetistas y bioquímicos empezaron con el
estudio de proteínas (“los ladrillos que fabrican las células”) pero no sabían
cómo identificar con cierto grado de certeza el “índice de abuelidad”. Juntando varios marcadores de proteínas y con
mucha estadística se llegó a la primera indicación de una filiación de abuelo a
nieto, revolucionario. “Las Abuelas, con su demanda, sacaron lo mejor de los
científicos y promovieron una verdadera ciencia aplicada”, explica el
científico-comunicador Diego Golombek. El porcentaje de certeza fue aumentando
hasta pasar el 90 por ciento, pero
cuando comenzó a utilizarse la secuencia de ADN para casos de filiación,
gracias al trabajo de Abuelas, la certeza pasó a ser inequívoca (99,99%). “Pocos
como ellas han hecho avanzar tanto a la ciencia en los últimos 40 años”, dice
Golombek.
Estela Barnes de Carlotto (84) es la presidenta de la
Asociación Abuelas de Plaza de Mayo. Varios filmes documentales y un
largometraje de ficción, “Verdades Verdaderas”, cuentan su vida y su lucha
serena por la recuperación de los hijos de desaparecidos y asesinados por la
dictadura, nacidos en cautiverio entre 1976 y 1983.
Los realizadores del documental “Yo Estela” cuentan que
cuando estaban filmando en su casa se habían resignado a que esa mujer siempre
amable y bien compuesta no bajaría nunca sus defensas ni les permitiría entrar
a lo más sensible y personal que todo cineasta busca para conectarse con su
público. Hasta que Estela abrió un armario y extrajo de un sobre amarillento
una serie de fotografías que fue depositando sobre la mesa como quien arma un
solitario y comenzó a hablarle a su nieto: “ésta es tu mamá, estos son tus
primos, que tienen algo tuyo, estamos, vivimos, esta es tu identidad, esta es
tu historia, pronto tendrás que conocerla, ojalá que sea pronto, quiero
contártela, te vas a reir, vas a llorar, pero es tu historia, porque es la
nuestra”.
Cuando se cumplían 18 años del nacimiento de su nieto,
Estela escribió: “En tu corazón y en tu mente llevás todos los arrulllos y las
canciones que Laura, en la soledad del cautiverio, susurró para vos cuando te
movías en su vientre. Y preguntarás un día dónde podés hallarnos y descubrirás
que te gusta la opera, la música clásica o el
jazz, ¡qué antigüedad!, como a tus abuelos. Escucharás a Sui Generis o
Almendra o a Pappo sintiéndolos en lo profundo de tu ser, porque así lo sentía
Laura. Te estoy buscando, te espero. Con
mucho amor, tu abuela Estela”.
Ignacio “Pacho” Hurbán (36), que ahora deberá decidir si prefiere
elegir el nombre que le dio su madre, es músico. Y tiene una banda de jazz. Su padre biológico también era músico,
cosa que obviamente él no supo cuando comenzó a estudiar música a los 12 años
en su pueblo bonaerense (Colonia San Miguel, 900 habitantes) ni cuando continuó
su formación de piano clásico, jazz y tango en la ciudad más cercana
(Olavarría, 80.000 habitantes) ni cuando cursó en el famoso Instituto de Música
de Avellaneda, antes de regresar a Olavarría, donde vive actualmente y dirige
la Escuela Municipal de Música. Es autor y compositor, su vida artística es
destacada, pero lo que sus amigos más se empeñan en resaltar es su calidad
humana y su permanente buen humor. Hace cuatro meses escribió: “se puede
enseñar lo que no se sabe, pero no se puede transmitir lo que no se es”. Además de sus poemas y canciones, escribió
esto sobre él mismo, como si el autor fuera su perro: “Ahora sale a caminar, a veces me lleva al cerro y
mira las piedras, el paisaje y mira... no sé qué ve... yo sólo veo lugares para
mear. Los domingos a la tarde me siento con él en el sillón a ver un deporte
que no entiendo mucho, son unos tipos corriendo atrás de una pelota, él se
enoja seguido y dice que son unos perros bárbaros y yo lo miro tratándole de
explicar que no tengo nada que ver... Vive con Celeste, que me cuida mucho,
tiene unos padres muy buenos y muchos amigos, que también lo quieren mucho
porque lo vienen a ver seguido. Tiene muchos libros y se sienta a leerlos a la
sombra del sauce que está al fondo del terreno, ésa es una de las partes que
más me gusta. Algunos fines de semana se va de casa, me dice Celeste que a
tocar el piano por ahí, seguramente debe de haber habitaciones con ventanas y
pianos en otras partes, no sé; yo solo conozco mi cuadra”.
Estela es una de las personas más queridas de la Argentina. La dulzura
de su firmeza y la nobleza de su búsqueda la diferencia de la agresividad de algunas
luchadoras igualmente admiradas pero a veces cuestionadas. Es que las Abuelas
buscan Vida, además de Justicia.
“Cuando me recibí de maestra”, cuenta Estela, “empecé a trabajar en una
escuelita de Coronel Brandsen, a 42 Km de mi casa, viajaba en La Chanchita, un
trencito naranja y redondo que tardaba una eternidad. Venir de una ciudad como
La Plata y encontrarse con un barrio donde había tanta pobreza y tener ganas de
enseñar y que alguno te responda, eso es bueno. Éramos dos maestras para cuatro
grados”. “Era mitad mamá, mitad maestra”, recuerda una de sus alumnas. “No fue una maestra más, fue La Señorita
Estela, la persona que a mí me formó como chico y como hombre”, dice José
Echeverri, hoy maestro: “era muy lindo ver venir a la ‘seño’ con su delantal
blanco, una mujer muy elegante, una modelo… una modelo de maestra”.
La Plata era, en los años 70, una ciudad de estudiantes y obreros,
donde diariamente desaparecían personas. “Vivíamos con la incertidumbre de
saber cuándo nos iba a pasar a nosotros”, recuerda Estela de Carlotto. El 1 de
agosto del 77, Laura le pidió a su padre una camioneta. Guido salió a llevarle
la camioneta y no volvió. Laura se dio cuenta de que la estaban buscando a
ella. El 15 de agosto, Guido Carlotto fue liberado. Pesaba 15 kilos menos.
Habló ocho horas seguidas contando la tortura, la vejación, todas las barbaries
que hacían. Estela confiesa que lo miraban con desconfianza, costaba creer tanta crueldad.
Laura se fue a Buenos Aires con su compañero, a quien Guido había visto
una vez pero Estela no conocía. Durante un tiempo, Laura se comunicó con su
madre por teléfono. Cuando dejó de hacerlo comenzó la búsqueda: “Eramos muy
inocentes. Primero fui a ver al Arzobispo de La Plata, monseñor Plaza, que
entregaba más que ayudar, por más que me cueste como católica… Luego a
políticos, sindicalistas, militares…” El general Bignone, que luego sería
presidente de facto, le contó que había visto en Uruguay que los tupamaros
convencían a los guardiacárceles y ellos no querían que en la Argentina se
repitiera eso. “Señora, hay que hacerlo, me dijo, y en ese ‘hacerlo’ estaba
implícita la muerte”.
Dentro del complejo mecanismo del Estado militar, algunos de los
detenidos en forma clandestina eran liberados y transmitían la noticia de que
otros secuestrados estaban vivos. De esa forma procuraban evitar la búsqueda,
especialmente la difusión en el exterior, y seguían matando. Una persona liberada que había compartido
celda con Laura, le transmitió a los Carlotto que su hija les pedía que
estuvieran atentos al nacimiento de su bebé, que lo buscaran en la Casa Cuna y
que si era varón le llamaría Guido.
Luego supieron que había nacido el 26 de junio, pero en la Casa Cuna ni
en ninguna otra entidad pudieron dar con el niño. Laura había sido
secuestrada el 26 de noviembre de 1977 en Buenos Aires, tenía 21 años y estaba
embarazada de dos meses y medio. Luego del parto fue asesinada y su cuerpo
entregado a sus padres por la policía bonaerense.
Estela siguió buscando a su nieto, creía que iba a estar mucho tiempo
en soledad, pero se encontró con otras abuelas que ya se estaban organizando,
iban los jueves a la Plaza de Mayo y se reunían permanentemente. “Éramos
hormigas que nos pasábamos las horas en la confitería. Fue un tiempo de ilusiones,
ir a las casas cuna, a los juzgados, hablar con los jueces que nos miraban con
desprecio o con lástima, nunca con humanidad. Jamás imaginábamos que había un
Plan Sistemático para robarlos y criarlos con otro nombre y en otro lugar.
Estábamos con gente inhumana, porque el proyecto era que jamás vinieran con
nosotros”.
Sobre Laura, Estela escribió: “La primera hija, la soñada, la querida, la esperada, igual que los
otros tres que vinieron después. Pero ella fue algo especial por la vida que
vivió: una vida corta, intensa, con mucho contenido. Vivió apurada, empapándose
de su tiempo. Estaba atenta a aprender de cada momento, de cada lectura, de
todo lo que la ayudara a pensar, hacer y pa...rticipar”.
Estela también ha dicho que si se hubiese quedado desesperada,
llorando, sin constriuir nada, no estaría viva. Que buscarlo es un acto de
vida, de desafío, de contestación: “eso nos mantiene –sostenía- yo me levanto
todos los días con la ilusión”.
El pasado martes 5 de agosto, Estela llegó al juzgado de Buenos
Aires donde la habían citado, vistiendo su falda escocés, su suéter naranja y
un saquito marrón. Su ilusión de ese día era la de recibir la noticia de que
habían identificado al Nieto número 114, una verdadera proeza que está lejos de
la reivindicación total, porque falta ubicar a otros 400, además de que en
muchos casos en los que se alcanza la verdad, esa verdad es dolorosa: los
últimos tres casos fueron de bebés que no llegaron a nacer.
Pero esta vez la ilusión se transformó en la realidad más
esperada: “Es tu nieto”, le dijo la jueza. Y el país lloró de alegría.
El nieto de Estela se enteró hace muy poco tiempo que no era
hijo biológico de Juana y Clemente Hurbán, cuando alguien se animó a susurrarle
la posibilidad, poco después de la muerte del dueño del campo donde se crió.
Desde entonces, gracias a él, a las Abuelas y a los progresos de la ciencia en
los últimos años, en pocos días se cotejaron sus muestras de sangre con las de
miles de víctimas de la dictadura y se llegó a la inequívoca conclusión de que
era el nieto de Estela y Guido Carlotto
y de Hortensia y Bergel Montoya. Ninguno de los abuelos conocía la identidad de
la pareja de sus hijos, que vivían en la clandestinidad.
Guido Carlotto y Bergel Montoya no llegaron a conocer a su
nieto. Guido Carlotto era un buen hombre, un comerciante de barrio, dueño de
una pequeña fábrica, que fue devastado por la tortura, la muerte de su hija y
la desaparición de su nieto. Acompañó a Estela como pudo, con mucho amor, pero
no tuvo su fuerza y murió hace algunos años. Bergel Montoya había llegado en
los años 40 a un árido cañadón de la Patagonia profunda llamado precisamente
“Cañadón Seco”, donde la vida transcurría en torno a los pozos de petróleo. Su
hijo Walkir nació y se crió en aquel pueblo de barrios diferenciados para
ingenieros, para técnicos y para obreros. Tocaba la batería en una banda que
llamó “Nosud” (nosotros y ustedes), empezó a preocuparse por las diferencias
sociales, comenzó a militar y -con la dictadura en ciernes- perdió contacto con
Cañadón Seco. Ahora se sabe que fue asesinado y enterrado como NN el 27 de
diciembre de 1977. En el 2009 sus restos fueron identificados y sus cenizas
esparcidas junto a las de su padre en el lejano sur.
Hortensia Ardúa, la madre de Walkir, ha sido –igual que
Estela- una maestra querida por varias generaciones y hoy, a los 91 años, lloró
como casi todo el país. Todavía no tuvo la suerte de que su nieto se despidiera
como lo hizo con Estela: “¡Chau, Abu!”
(Tchau Vovó), cálido saludo con el que la firme, serena y luchadora mujer que
recorrió el mundo buscando nietos desaparecidos, la que pocas veces llora, pareció
que se derretía de emoción.
JOSE ANDRES SOTO